Aislados
- estefaniasernar
- 27 ago 2020
- 3 Min. de lectura

Son las diez y diez de la mañana. Me suena el celular, es el suboficial Villegas del INPEC, me informa que el juez de ejecución de penas le negó a Dereck la prisión domiciliaria. –Doctora, es que salió positivo para coronavirus-. Cuelgo y en mi mente solo tengo la imagen de la entrada del Hospital Clarence Lynd Newball, con sus nueve camas UCI, de las cuales solo están funcionando seis.
Tengo que llamar a Mr. Robinson para avisarle. No sé cómo decírselo. Busco entre mis contactos, respiro hondo y le doy marcar. Timbra tres veces.
- Gud maanin, doc! How yo deh? – Me contesta en un tono alegre, hablándome en el poco kriol que recuerda de su infancia y que solo utiliza cuando está realmente feliz.
- Buenos días, Mr. Robinson. No le tengo buenas noticias. – siento que mi silencio es más largo y tensionante que un viaje en catamarán a Providencia.
Me asomo por la ventana para pensar. Hoy no hay brisa. El calor hace que todo sea más insoportable. Recuerdo el día en que vi por primera vez a Dereck Robinson Mosquera. Con esa combinación de apellidos sabía que era un fifty-fifty, hijo de papá raizal y de mamá paña. Lo habían trasladado a la estación de Policía luego de ser capturado cerca de Cayo Bolívar, a donde se dirigía para abastecer de combustible a otra lancha que iba con un cargamento de droga hacia Nicaragua.
Dereck creció en el barrio Barack. Desde muy pequeño su padre le inculcó el amor por el mar, la navegación y la pesca. Aunque el juego favorito de sus amiguitos en el barrio era el de pistoleros. Él prefería las carreras de kyat buot miniaturas a la orilla del mar, en la que casi siempre era el ganador. Cuando empezó a ver física en el colegio, entendió todos los experimentos que hacía con sus veleros, los cuales era aerodinámicos y estables. Sabía que era bueno para eso, por lo que le picó el bichito de estudiar ingeniería naval. Sin embargo, ni empeñando hasta el alma tendría con qué costearse una carrera en el continente; así que no le quedó de otra que seguir con el linaje de pescadores. Su lugar favorito para pescar son los cayos del norte. Pues, a pesar de la distancia, la abundancia es excepcional.
Es un buen navegante, por eso muchas veces, amigos de la infancia que ingresaron a las bandas de narcotráfico, intentaron convencerlo de hacer viajes con droga o armas. A Dereck eso no le llamaba la atención y menos cuando en 2009 empezaron a haber tantos muertos fruto de “ajustes de cuentas” y ya nadie podía andar tranquilo. Hasta que llegó el 19 de noviembre de 2012. La Corte Internacional de Justicia sentenció que 75 000 km de mar hacían parte de Nicaragua y los cayos Quitasueño y Serrana quedaron como enclaves en aguas nicaragüenses.
Seis meses estuvo viviendo de los subsidios que creó el Estado para los pescadores artesanales, hasta que sucumbió a trabajar con Palma. Solo accedió a hacer viajes de gasolina a las embarcaciones donde sí iban los cargamentos. Pensaba que así estaba más seguro y no estaría cometiendo ningún delito, o por lo menos no uno tan grave. Le imputaron tráfico de drogas en calidad de cómplice. Capturado en flagrancia, solo nos quedaba hacer un preacuerdo. Lo sentenciaron a ocho años de prisión.
Hace unos días, el Gobierno expidió un decreto que otorgaba la prisión domiciliaria a un gran número de casos con el fin de disminuir el hacinamiento en las cárceles y prevenir el contagio del Covid-19. Dereck cumplía con los requisitos. Pero el nombre de la cárcel, Nueva Esperanza, es una de las tantas incoherencias que abundan en esta isla de 26 km2.
San Andrés está enferma de geografía. Eslabón clave entre Centro América y el Caribe. Disputada por piratas, traficantes y Estados. Apropiada por élites políticas y económicas que solo la ven como un centro comercial. Promocionada como un paraíso tropical de playas sublimes, perfectas para unas vacaciones. Pero ¿qué futuro tienen los jóvenes en esta isla? Acorralados por un mar espléndido. Cercados por la desigualdad y la indiferencia. Aislados del continente y de las soluciones.
Este relato lo escribí en mayo para el curso de antropología visual. Lo quiero compartir en el blog porque estamos a pocos días de que se acabe la cuarentena en el país. Aunque los vuelos a San Andrés se reanuden y las islas se vuelvan a llenar de turistas, el archipiélago seguirá estando aislado y quizá incluso en estos meses se haya agudizado.






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